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24 Abr 2008

Nuevos avances en torno a la alimentación

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La primera consideración que hay que hacer es que cuando hablamos de alimentación, hablamos de supervivencia, es decir, tocamos un punto clave de nuestra condición de seres vivos. Nuestro refranero está lleno de referencias al hambre, algo que la humanidad lleva asociado desde nuestro origen…

Autor(es): Dr. D. José Antonio Villegas
Entidades(es): Catedrático de Fisiología de la Universidad Católica San Antonio de Murcia. Director del Grupo de Nutrición de la Federación Española de Medicina del Deporte.
Congreso: III Simposio Internacional de la CC de la Actividad Física y el Deporte
Pontevedra: 24-26 de Abril de 2008
ISBN: 978-84-612-3517-9
Palabras claves:avances, alimentación

INTRODUCCIÓN.

(Hombre refranero, medido y certero).

La primera consideración que hay que hacer es que cuando hablamos de alimentación, hablamos de supervivencia, es decir, tocamos un punto clave de nuestra condición de seres vivos. Nuestro refranero está lleno de referencias al hambre, algo que la humanidad lleva asociado desde nuestro origen; dejar de comer por haber comido, no es tiempo perdido El hambre diezmó e hizo desaparecer muchos homínidos antepasados nuestros.

Quizás sea el factor que más ha influido en la evolución de nuestra especie. Lo conocemos bien, hemos hecho mucho camino evolutivo juntos, tanto es así que nuestro organismo tiene decenas de sistemas para evitar el despilfarro de energía cuando hay abundancia. Las grandes hambrunas que han padecido los pueblos han marcado su historia. Entre 1846 y 1851 más de un millón de irlandeses murieron de hambre. ¿La razón? La dependencia de un alimento, la patata. Debido a las características agrícolas de su producción (la patata es la cuarta planta de más rendimiento del mundo), los campesinos irlandeses dependían totalmente de ella (se dice que en Irlanda, un campesino consumía de 5 a 6 kg diarios).

En 1845, tras tres semanas de lluvia las patateras se infectaron con un hongo y la producción se destruyó. La consecuencia fue no solo la muerte de más de un millón de personas, sino una de las emigraciones colectivas más grandes hacia Norteamérica (más de 1,6 millones de irlandeses emigraron). Tras la hambruna un movimiento revolucionario, el fenianismo, sirvió de preámbulo para la Guerra Civil que desembocó, en 1921, en la creación del Estado libre de Irlanda en el sur de la isla. Recordemos la India (más de 1 millón de muertos en 1943 en Bengala), China, con más de 15 millones de personas fallecidas entre 1958 y 1961 y África, con la gran hambruna de El Sahel entre 1968 y 1973. En el momento de escribir este libro, miles de personas mueren de hambre en Níger. Podemos aprender mucho de estas situaciones dramáticas.

Cuando un varón adulto africano se queda sin suficientes alimentos por un corto período de tiempo (menos de un año) y luego vuelve a comer adecuadamente ante una nueva cosecha, no sufre daños corporales. El organismo durante la situación de hambre se adapta, disminuye su gasto energético, duerme más, trabaja menos y pierde el apetito. Cuando hay alimentos, recupera las ganas de comer y comienza a tener más ganas de trabajar. ¡El organismo está preparado para pasar hambre! ¿Pero que pasa si el organismo no pasa hambre? ¿Y si come todos los días algo más de lo que necesita? Miremos a nuestro alrededor.

Miles de obesos, enfermedades (un 30% de españoles tiene sobrepeso), mala calidad de vida, millones de euros gastados en seguir dietas en clínicas de adelgazamiento, en fin, todo son señales de que algo no va bien. ¡No estamos preparados para comer más de lo que necesitamos! Vamos a buscar las razones para esta realidad epidemiológica, es decir, vamos a averiguar por qué la población enferma precisamente cuando tiene más alimentos a su disposición. Para ello tenemos que echar la vista atrás, muy muy atrás. Los ciclos de hambre y saciedad han conformado nuestra especie (nuestros genes). No estamos preparados genéticamente para asumir una alimentación que nos aporte más energía de la que gastamos.

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Contenido disponible en el CD Colección Congresos nº7.

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LO QUE COMÍAMOS HACE MILES DE AÑOS CONDICIONA LO QUE DEBEMOS COMER AHORA

(El que no tiene experiencia, que tenga imaginación).

Nuestro organismo apenas ha cambiado desde el paleolítico medio, hace más de 40.000 años. Nuestra mente es la misma del homo sapiens sapiens que salió de un nicho ecológico (un nicho ecológico en biología no es un espacio concreto sino una abstracción que abarca todos los factores que hacen posible encontrar tal especie en tal hábitat concreto) en África central hace unos 150.000 años y pobló la Tierra. Hay una frase que se comenta mucho en la comunidad científica tras el éxito del proyecto genoma humano: “El hombre socialmente está en el siglo XXI, pero genéticamente sigue en el paleolítico”. ¿Cómo ha marcado nuestra alimentación ancestral a nuestro organismo? Hace 1 millón y medio de años las precipitaciones descendieron notablemente y una parte del continente africano fue haciéndose progresivamente más seca.

Al disminuir los bosques se produjo mayor competencia por el espacio y muchos de aquellos primeros homínidos (primates adaptados a la posición bípeda), se vieron forzados a vagar por las llanuras donde muchos de ellos morirían. Algo fue providencial, los efectos de la glaciación no perduraron, con lo que tras un ciclo se repitió otro y volvió la abundancia y la escasez. En ese mundo asequible para los primates hace millones de años se produjo una evolución típicamente arborescente con la aparición de distintos tipos de homínidos con una característica común, la bipedación. Se dieron entonces una serie de circunstancias en cuyo orden en importancia todavía no hay consenso, pero que sin duda fueron decisivos para llegar a nuestra evolución actual. Al caminar sobre dos piernas se dejó libre la mano, que adquirió una posición única del pulgar que nos permite la acción de pinza y con ello, la utilización y fabricación de herramientas precisas, muy útiles para la caza.

Descendió la laringe permitiéndonos la fonación y el habla, lo que nos permitió una comunicación precisa y posibilitó nuestro desarrollo social. Homínidos que hablaban, manejaban herramientas y cazaban en conjunto, comían más carne y podrían permitirse un lujo, desarrollar el cerebro. No sabemos con seguridad quien hizo desarrollarse a quien, si fue el hecho de comer carne con mayor facilidad el que transformó nuestro tubo digestivo y permitió desarrollarse a un órgano que consume tanta energía como nuestro cerebro, o si fue un mayor cerebro el que desarrolló tácticas de cooperación y utilización de herramientas que a su vez facilitó la caza y, por tanto, comer más carne.

LO QUE SI ES SEGURO ES QUE COMER MÁS CARNE NOS HIZO SER MÁS INTELIGENTES

(Olla con jamón y gallina, a los muertos resucita)

La carne tiene lo que se denominan proteínas de alta calidad. ¿Y que son proteínas de alta calidad? Pues aquéllas que están formadas por aminoácidos del tipo de los que no podemos sintetizar y que necesariamente tenemos que ingerir de los alimentos. Los llamados aminoácidos esenciales. Uno de estos aminoácidos ha tenido un papel muy importante en nuestra evolución, se trata de la tirosina. Nuestro cerebro sintetiza una sustancia que tiene una acción primordial en la transmisión de impulsos entre neuronas en las zonas más evolucionadas, la dopamina. Hay bastantes evidencias de que determinadas condiciones de termorregulación en las zonas de fuerte calor africano de donde procedemos, unidas a la necesidad de una intensa actividad física para cazar y sumadas, lógicamente, a la proteína de alta calidad de la carne de caza, aumentaron la dopamina y dieron lugar a la expansión de las zonas más modernas y complejas del cerebro humano.

Ahora bien, el cerebro es uno de los órganos más costosos (por su alto consumo energético). Precisa un 20% de las calorías totales ingeridas (10 veces más que cualquier otro órgano). Había que sacrificar el requerimiento de energía de algún otra parte del cuerpo y, en este caso, el perjudicado fue el aparato digestivo, que disminuyó su longitud, es decir, la expansión cerebral que se produjo en nuestra especie sólo fue posible con un acortamiento del tubo digestivo (y un tubo digestivo corto es típico de los carnívoros). Los animales herbívoros tienen tubos digestivos largos, por lo que gran parte de la energía que consumen se destina al mantenimiento de ese órgano. Para reducir el gasto energético del tubo digestivo, nuestros antepasados necesitaron comer más carne, un alimento mucho más fácil de digerir.

Nuestra inteligencia, creciente, nos permitió acceder a este alimento sin necesidad de modificar nuestros dientes y muelas para poder desgarrar la carne o triturar los huesos como el resto de depredadores, sino que aprendimos a usar herramientas como cantos y filos de piedras y después aprendimos a tallarlas para que éstas fueran más eficaces (si tenemos que cortar, desgarrar y masticar carne y no tenemos buenos colmillos, necesitaremos herramientas que los sustituyan). El primer concepto claro en nutrición humana es, por tanto, que somos omnívoros, es decir, el vegetarianismo en nuestra especie es “contra natura” y para aplicarlo debemos recurrir a complementos proteicos y de algunas vitaminas (como la B12). Esto no quiere decir, como ya veremos, que la decisión libre y soberana de ser vegetariano conlleve necesariamente a graves padecimientos, ya que gracias a los conocimientos actuales sabemos como complementar una dieta deficitaria y obtener una dieta equilibrada.

Significa, simplemente, que no se puede sostener que el vegetarianismo sea una vuelta a nuestros orígenes y que de ahí podamos sacar ventajas de salud tanto física como psíquica. El llamado Homo habilis hace dos millones de años, fue el primero que se decidió por usar herramientas para cazar, así, pudo descuartizar rápidamente a los animales y transportar la carne a un sitio seguro. Era imprescindible desarrollar tácticas de caza y de supervivencia en un medio hostil para el que no éramos los animales mejor armados, entonces surgió la cooperación, la socialización y el trabajo en grupo. Tener que vivir en grupos y relacionarnos preparando estrategias de caza, nos obligó a hacernos más complejos. El Homo Heidelbergensis (del que derivó el neandertal), que habitó en Atapuerca hace 500.000 años, realizaba utensilios de caza complejos y tenía una actividad social. No obstante, la búsqueda de la caza obligaba a un desplazamiento constante siguiendo las migraciones de los herbívoros.

Las poblaciones de cazadores se mantenían en grupos reducidos (lo máximo que permitía compartir unos cuantos animales cazados) y su esperanza de vida rondaba los 40 años. Fue en una zona específica del cuerno de África, donde un grupo de homínidos desarrolló capacidades nuevas. Cazaban los machos mientras las hembras recogían marisco y pescaban en las orillas del mar Rojo. Esas hembras que estaban preñadas y daban ese mismo alimento a las crías cuando se destetaban, estaban forjando el desarrollo del cerebro del Homo sapiens sapiens. El marisco y el pescado son muy ricos en un tipo de ácido graso insaturado, el llamado omega 3 (quédense con ese nombre, ya hablaremos de él más adelante). El cerebro nuestro está, por tanto, muy conformado por ese tipo de ácido graso. A partir de ahí, se produjo un mayor refinamiento en las asimetrías cerebrales y un aumento del cociente de encefalización (mayor proporción de cerebro en relación al peso del cuerpo).

Seguro que en este salto evolutivo tuvo mucho que ver la termorregulación tan fantásticamente conseguida en nuestra especie, que le permitió al cerebro eliminar calor cuando el cuerpo aumenta la temperatura interna (por la acción de la caza, por ejemplo). Hace unos 10.000 años finalizó la última glaciación del Cuaternario, la temperatura de la Tierra subió unos 5º C en unos miles de años y el consecuente deshielo elevó el nivel del mar inundando las tierras bajas, los mejores territorios de caza del homo sapiens sapiens. Nueva situación complicada y nueva adaptación, esta vez, con un mayor desarrollo cerebral. El hombre afrontó el reto de criar animales y plantar especies cultivables, nació la agricultura y la ganadería. Las poblaciones dejaron de ser nómadas, comenzó el desarrollo de ciudades y aumentó el número de miembros en los grupos y, por tanto, la complejidad social. El manejo del fuego le permitió tomar cereales y legumbres y aprovechar partes de la carne de difícil digestión.

Aumentó su esperanza de vida y accedió por primera vez a alimentos “nuevos” como el aceite (procedente de alimentos cultivados) y el azúcar (procedente de la caña y de la remolacha), así como el vino, especies y demás alimentos modernos. Grandes cambios que solo podía afrontar un animal generalista (como somos nosotros). La mayoría de las especies tienen nichos ecológicos amplios que, no siendo tan eficaces en el aprovechamiento de los recursos, tienen la ventaja de ser menos vulnerables al adaptarse más fácilmente a nuevas situaciones, sea por cambios en el ambiente físico, sea por entrar en competencia con nuevas especies. A estas especies (como la nuestra), los ecólogos las llaman generalistas. Pues bien, los cambios en nuestra alimentación han sido tan profundos y en tan corto espacio de tiempo que quizás no hayamos tenido tiempo de adaptarnos metabólicamente a ellos, lo que justificaría la pregunta que nos hacíamos al principio.

¿Cómo es que ahora que comemos de todo y mucho más que nunca, tenemos tantas enfermedades relacionadas con la alimentación? Es decir, tomamos mucha más grasa que nunca (más calorías inútiles por la ausencia de otros nutrientes como vitaminas, minerales y antioxidantes), además es una grasa alejada de la que tomábamos antes (mucha más grasa saturada y muy pocos ácidos grasos omega-3). Han aparecido grasas nuevas que son desconocidas por nuestro metabolismo (grasas “trans”) y tomamos menor cantidad de muchas vitaminas y minerales (como las vitaminas C y E del gráfico). Tenemos, por tanto, una condición genética, de especie, marcada por millones de años de evolución, que nos señala un tipo de alimentación de referencia. La llamada dieta paleolítica. ¿Y en qué difiere esa dieta de la que tomamos ahora?

LA ALIMENTACIÓN ACTUAL

(Buen comer, trae mal comer)

Nuestra alimentación, en este momento, tiene dos caras absolutamente contrapuestas. Por un lado, la globalización permite que podamos acceder a cualquier alimento en cualquier época del año, es decir, ya no hace falta esperar a la cosecha en invierno para comer naranjas, podemos tomar pescado procesado industrialmente semanas antes en lugares remotos, o elegir el pan (por ejemplo) entre más de veinte modalidades diferentes. Por otro lado, el gran cambio en nuestros hábitos genera una alteración brutal en la ingesta de determinados nutrientes. Por ejemplo, no se roen los huesos, y se elimina cualquier espina del pescado (disminuye la entrada de calcio). Se pela la fruta y se tiran las semillas y, a veces la piel, al comer uva (por ejemplo), con lo que disminuye la ingesta de sustancias con gran poder antioxidante. Eliminamos la fibra y aumentamos la ingesta de azúcar, con lo que aumentamos las calorías por encima de nuestros requerimientos.

Buscamos fundamentalmente el sabor en las comidas (comer ha llegado a convertirse en un acto social, piensen en las comidas “de negocios”), con la entrada de una gran cantidad de grasas (que son las que dan el sabor). Ya no tomamos sangre y apenas consumimos vísceras (con lo que disminuye al ingesta de hierro absorbible) etc. Con todo ello se alteran mecanismos arcaicos de regulación de la ingesta. La mayor ingesta de grasas y carbohidratos simples hace que las comidas sean menos saciantes, lo que hace que comamos más y, encima, hacemos menos ejercicio. Un cazador recolector de hace un millón de años realizaba un ejercicio físico equivalente a caminar una media de 20 a 30 km diarios. Eso hoy día solo lo hacen los deportistas de fondo. Esta gran contradicción se salda con una generación de obesos. En Estados Unidos, si todo sigue al ritmo actual, se calcula que en el año 2040 todos serán obesos (y nuestra situación nutricional es cada vez más parecida a la de ellos).

El primer gran cambio en los hábitos alimenticios se debió al sedentarismo en base a la aparición de la ganadería y la agricultura, hace unos 6.000 años. La cría de animales domésticos para su consumo de carne en espacios cerrados cambió la ingesta de carne de caza (pobre en grasa) por carne de animales sedentarios en los que se buscaba la obesidad (la grasa). Eran animales básicamente rumiantes, con un tejido graso rico en grasas saturadas. La aparición de sociedades humanas en el interior de continentes, alejados muchas veces de la pesca, eliminó una gran fuente de proteínas y grasas omega 3 (otra vez la palabreja, tranquilos, ya la explicaremos). Finalmente, la agricultura introdujo el cereal en nuestra alimentación, aumentando la fuente de hidratos de carbono. Además, el manejo de las fuentes de alimentación dio lugar a las primeras tecnologías de los alimentos, obteniendo aceite de girasol, soja, aceitunas etc, lo que introdujo la grasa de forma exagerada en nuestra ingesta dieta.

Apliquemos el sentido común, pensemos en un homínido que durante decenas de miles de años se adapta a ir introduciendo poco a poco más carne en su ración diaria (su tubo digestivo va disminuyendo y su cerebro va aumentando). Todo su organismo se va adaptando al metabolismo de nuevas fuentes energéticas, pero manteniendo muchos de los alimentos habituales hasta entonces (insectos, raíces, vegetales, frutas…). Si observamos los nutrientes que supone la ingesta de algunos insectos que actualmente son fuente de proteínas en algunas culturas, nos llevaremos la sorpresa de ver que son muy ricos en proteínas, calcio y hierro. Cuando ya está adaptado a incluir más carne en su dieta, casi súbitamente se hace ganadero y agricultor, y de pronto se encuentra con unas fuentes de alimentos desconocidas para su especie, cereales, grasas saturadas… Su tecnología se hace más precisa y ya es capaz de producir aceite (grasa desconocida para él), descubre como almacenar carne y pescado en sal (aumenta el consumo de cloruro sódico) y también como obtener azúcar (el gran descubrimiento de la humanidad).

En pocos años su dieta baja drásticamente en proteínas y sube en carbohidratos simples y grasas. Lo que puede pasar si bruscamente a un animal vegetariano le damos carne, lo tenemos en el fenómeno de las “vacas locas”. Se utiliza un pienso elaborado con carne de ovejas con una enfermedad llamada “scrapie” (alteraciones neurológicas muy graves provocadas por unas proteínas infectantes llamadas priones) y la enfermedad salta la especie y afecta a las vacas (con un tubo digestivo preparado para la absorción de nutrientes de orígen vegetal, no de proteínas animales). En términos de nutrientes, esta revolución alimenticia significó: a) La disminución del porcentaje de ingesta proteica, pasando a ser los carbohidratos y la grasa la fuente principal de calorías. b) El cambio de la fuente de grasas, que pasó de ser alta en ácidos grasos poliinsaturados omega 3 a ser rica en grasas saturadas c) La alteración en la relación de la fuente de grasas poliinsaturadas que pasó a ser muy alta en omega 6 (aceites de soja, maíz, girasol) frente a omega 3 (pescado) d) La fuerte disminución de la fibra, tanto soluble como insoluble. e) El déficit de vitaminas y minerales debido a la disminución de la ingesta de verduras, hortalizas y frutas.

El siguiente gran cambio en nuestra alimentación lo ha provocado la sociedad industrial con la aparición de alimentos procesados. En términos de nutrientes, esta segunda revolución alimenticia significó: a) La aparición de los alimentos refinados y la gran explosión del azúcar y derivados, con lo que se perdió la fibra que tomábamos en la dieta. b) El aumento de los alimentos con grasas industriales y la presencia de grasas “trans” (un tipo de grasa que apenas está presente en la naturaleza y es muy utilizada por la industria). c) La posibilidad de tener alimentos disponibles en cualquier momento, lo que condujo a la ingesta hipercalórica. Si comparamos la ingesta de vitaminas y minerales de un cazador-recolector del paleolítico con un habitante moderno de un país desarrollado (USA) podremos comprobar una pobreza importante, en nuestra dieta actual, en la mayoría de vitaminas y minerales.

TABLA I Y si observamos el aumento del consumo de grasa, es escalofriante. Tomamos menos proteínas, fibra, vitaminas y minerales y más carbohidratos simples y grasas que nuestros antepasados. Además la grasa no es la que tomaban nuestros antepasados hace decenas de miles de años. Hay que tener en cuenta que los cambios tan bruscos en la alimentación (decenas de años, frente a millones de años conformando nuestros genes en torno a unas necesidades concretas), no pueden ser asumidos por ninguna especie animal. Nosotros no somos una excepción, aunque es cierto que nuestro carácter de generalistas nos ha permitido sobrevivir en condiciones de ausencia casi total de alguna fuente concreta, pero siempre que esa fuente no fueran las proteínas, ácidos grasos esenciales, vitaminas o minerales (un ejemplo lo proporcionan los inuit (esquimales del Ártico), cuya dieta es básicamente proteica). Bien, ya tenemos planteado el hecho objetivo: Hemos cambiado la dieta que llevábamos durante decenas de miles de años en dos ocasiones, la primera hace unos 5.000 años y la segunda (y aún más drástica) hace decenas de años (escasamente 30 ó 40 años). La pregunta que debemos hacernos es: ¿Nos hemos adaptado metabólica y genéticamente a este cambio? Vamos a intentar responder a esta pregunta con hechos históricos y datos epidemiológicos.

CAMBIOS EN LA ALIMENTACIÓN PRODUCIDOS A LO LARGO DEL TIEMPO

(Lo que a la vista está, no necesita anteojos)

Quienes han estudiado los efectos de la alimentación en el ser humano, han aprendido en multitud de ocasiones a base de las bofetadas con las que la realidad nos ha golpeado. En los años 1950-1953, Estados Unidos estuvo implicado en la llamada “guerra de Corea”. Eran años de la postguerra mundial, años de hambre en todo el mundo excepto en USA, en donde se producía un crecimiento industrial acelerado y el llamado “baby boom”. Los norteamericanos tomaban cuatro comidas al día y se permitían el lujo de enviar comida a los países que pasábamos hambre. En España, en los Colegios tomábamos en el recreo un humeante vaso de leche reconstituida con leche en polvo norteamericana. Cuando los forenses militares estudiaban a los jóvenes fallecidos en combate, descubrieron con perplejidad, que las arterias de sus “chicos” estaban llenas de un material amarillento.

Los jóvenes saludables norteamericanos, que desayunaban huevos con bacon tenían una enfermedad nueva, la arteriosclerosis, que pasaría a convertirse en una de las mayores causas de fallecimiento en los años posteriores, la cardiopatía isquémica. Lo tremendo del tema vendría con las investigaciones posteriores en tribus que vivían como nuestros antepasados más remotos. Esquimales, Kikuyu Keniatas, Isleños de Solomon Islands, Indios Navajo, Pastores Masais, Aborígenes Australianos, Bosquimanos del Kalahari, Nativos de New Guinea y Pigmeos del Congo. Todos ellos tenían bajísimos índices de enfermedades cardiovasculares. Es más, cuando algunos de estos pueblos ancestrales cambiaban al estilo de vida (y comida) occidentales como los esquimales que eran absorbidos por el gobierno canadiense, o los aborígenes australianos subvencionados por el gobierno en reservas, tenían incluso mayores niveles de enfermedad que los ciudadanos de países desarrollados. Fue la primera alarma dietética de nuestro estilo de vida occidental. “Las grasas saturadas pueden matar”.

El estudio de estilos de vida y de alimentación de países o zonas en las que los habitantes se conservaran más sanos y vivieran más tiempo fue motivo de estudio en los años posteriores. Una de estas zonas estudiadas fue la isla de Creta. En esta isla, sus habitantes tenían muchas menos enfermedades cardiovasculares. ¿La causa? La dieta a base de pescado, caracoles, animales criados al aire libre, borraja y acelgas silvestres, aceite de oliva sin refinar, vino tinto y trabajo con requerimiento energético (pequeños agricultores, pescadores, comerciantes, oficios…). Le llamaron la dieta mediterránea y comenzaron a recomendarla para evitar los factores de riesgo de la cardiopatía isquémica que mataba cientos de miles de norteamericanos. Claro, el reclamo era demasiado interesante como para dejarlo pasar. Rápidamente todos los países bañados por el mediterráneo se apuntaron al carro de la dieta mediterránea. Zona con litoral al mediterráneo, en donde se bebiera vino tinto, se utilizara aceite de oliva y se comiera algo de pescado, ya era “zona saludable por tomar dieta mediterránea”.

Una persona que viva en Alicante, trabaje y coma a mediodía fuera de casa, o tome un plato de comida rápida, ingiera pescado esporádicamente (de piscifactoría en muchas ocasiones), tome aceite de oliva, beba algo de vino tinto, se haga un guiso tradicional algún fin de semana y tome fruta bien pelada y tratada, no sigue la dieta de los cretenses y solo tendrá ventajas si lo comparamos con un centroeuropeo que tome comida rápida, cocine con mantequilla, se alimente a menudo de carne de rumiantes rica en grasa saturada y coma poca fruta. Es evidente que este último ciudadano es candidato “princeps” a una cardiopatía isquémica, pero el alicantino no la podrá descartar. Si quiere tener hábitos auténticamente saludables deberá imitar lo más posible a los cazadores recolectores que nos han conformado tal como somos.

Observemos en el siguiente cuadro las grandes diferencias entre distintos pueblos comparados con la dieta ancestral ¿Cuál es la diferencia? Basta seguir las cruces de la tabla anterior y ponerlas en donde deberían estar. Bien, ya vemos que hay datos incontestables de que al menos en cuanto a la alta ingesta de grasas saturadas no ha habido adaptación. Vamos a repasar los recientes estudios referentes a las consecuencias de la alteración en la relación ácidos grasos omega 6 / omega 3 (seguimos con estas denominaciones, pero quede tranquilo el lector, lo explicaremos con claridad al hablar de las grasas en la alimentación). Existe una preocupación actual importante en cuanto a un hecho epidemiológico (relacionado con padecimientos de grandes grupos de población), el gran aumento de enfermedades alérgicas, autoinmunes y de componente inflamatorio crónico en los países desarrollados.

Pues bien, aunque esta es una investigación con plena vigencia, ya podemos decir algunos datos muy contrastados. Por ejemplo, podemos decir que los inuit de Groenlandia que consumen alimentos ricos en omega 3 tienen una menor incidencia de enfermedades ateroscleróticas (ya lo hemos dicho), pero también inflamatorias, autoinmunitarias y mentales severas. Sabemos que la suplementación con aceite de pescado reduce los síntomas de la psoriasis (una enfermedad inflamatoria de la piel) y de la colitis ulcerosa (en este caso del intestino). Pero es que en la elaboración de la respuesta inmunitaria los lípidos de la alimentación son clave. Manipulando su ingesta alteramos la disponibilidad del sustrato de la ciclooxigenasa y de la lipooxigenasa, dos intermediarios lipídicos en el control del sistema inmunitario. Además, la membrana celular está compuesta de fosfolípidos (una molécula de glicerol (glicerina) más dos de ácido graso y una de fosfato), que se alteran al manipular la ingesta dietética de grasas, y la membrana celular es clave para la recepción de antígenos, secreción de linfoquinas (sustancias liberadas por linfocitos sensibilizados en contacto con antígenos específicos) y anticuerpos, transformación de linfocitos y lisis por contacto.

En definitiva, la forma de defendernos adecuadamente de lo que nos puede matar. La alteración de estos mecanismos genera respuestas deficitarias (baja inmunidad, infecciones y cáncer), alteradas (enfermedades alérgicas) o exageradas e inapropiadas (enfermedades autoinmunes). Parece que tenemos argumentos para achacarle a la dieta actual, al menos una parte importante en cuanto al aumento de enfermedades de componente infamatorio, inmunitario. Pero si unimos la dieta y el sedentarismo, entonces la mezcla es explosiva. Tan solo el síndrome metabólico (que suma ambos factores), supone l de cada 5 personas con grave riesgo de desarrollar enfermedades como la cardiopatía isquémica, la diabetes tipo II etc. La ingesta alterada de carbohidratos (alta tasa de carbohidratos simples y muy baja de fibra), colabora en estos padecimientos vía prostaglandinas, tromboxanos y leucotrienos (nuevamente los mismos elementos que aparecían en las enfermedades inflamatorias). En definitiva, no parece que nos hayamos adaptado a la nueva dieta.

Pero entonces ¿Por qué no existe un consenso a nivel científico y se toman medidas drásticas aumentando impuestos a determinados productos, realizando campañas de información, etc etc? Hay dos argumentos que justifican la indecisión de las autoridades sanitarias mundiales. Por un lado la presión de las multinacionales que comercializan los productos, agricultores, intermediarios… Miles y miles de personas que podrían verse afectadas gravemente si se diera una alarma sin plena justificación. En esta nueva sociedad hay tantos factores que han modificado nuestro hábitat que es muy difícil consensuar cada acción. Recordemos que en los años 50 las tabaqueras decían que fumar no era más peligroso que tomar café. Han hecho falta decenas de años, miles de muertes directas, sentencias judiciales y una gran alarma sanitaria, para que en la Unión Europea se prohíba la publicidad del tabaco y se reforme la organización común del mercado del tabaco. ¿Es tan grave? ¿Acaso no podríamos habituarnos poco a poco? ¿Las nuevas tecnologías y los alimentos light, funcionales y transgénicos no pueden salvarnos de esta situación sin tener que comer lo que ya no nos gusta? La respuesta está en el viento (como decía Bob Dylan), y el viento del progreso nos ha traído los conocimientos actuales en genómica. Ahora sabemos que algunos componentes de la dieta juegan un papel clave en la regulación de la expresión genética. El genoma humano es sensible al entorno nutricional, de forma que, algunos genes pueden modificarse en respuesta a los componentes de la dieta. En un futuro próximo podremos establecer nuestra dieta en función de nuestras tendencias a enfermar; será una dieta individualizada y, muchas veces, a base de alimentos nuevos (nutracéuticos).

 

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